La faena del agricultor

 


Katteryn Torres / ECS


En el corazón de las montañas andinas se escriben a diario cientos de historias. Las de aquellas personas que se levantan con los primeros rayos del sol, “con el canto del gallo” como dicen muchos. Con el suave trepidar del viento, cuyo sonido se ahoga en el concierto de las múltiples aves que reciben emocionadas el amanecer. 

 

En medio de verdes paisajes, con matorrales cubiertos por el frío rocío que ha dejado la noche anterior, así comienza la faena del agricultor. Cuando sale de su casa, con las botas puestas, la mirada somnolienta, con el sombrero en mano y el ímpetu inquebrantable. Está listo para “ganarse el día”, por el que recibirá un pago de siete dólares.

 

Algunos consideran que es un monto justo, pues sea como sea, es más de lo que recibe un empleado público. Otros piensan que es poco, que es insuficiente, considerando el rigor de su trabajo, las inclemencias climáticas que deben soportar y que además las oportunidades de ganarse el día no son constantes. 

 

Hay buenas rachas en las que tienen asegurada la contratación durante toda la semana para algún sembradío, y hay otras malas, en las que pasan largos periodos sin conseguir trabajo. Dependen de los vaivenes de las cosechas. Además del extenuante esfuerzo físico que requiere el quehacer del campo, deben lidiar con la incertidumbre, con la inestabilidad. 

 

Para los que son obreros, la jornada de trabajo comienza a las ocho de la mañana, aunque deben despertarse quizás a las seis, para tener tiempo de desayunar y caminar hasta su destino de trabajo o esperar a ser buscados por quien los contrató. 

 

Pero para los que cosechan sus propias tierras, los dueños de las siembras, no hay horas específicas. La jornada a veces empieza antes del amanecer, pues deben regar los plantíos en la madrugada y pastorear sus animales. Llegadas las tres de la tarde, los trabajadores son libres de irse, pero el dueño sigue con sus afanes posiblemente hasta el anochecer. 

 

Al medio día, cuando el sol se encuentra justo en el centro del cielo y sus rayos golpean inclementes sobre la espalda del agricultor, el trabajo se siente incluso más pesado.


Gotas de sudor caen por sus rostros enrojecidos mientras surcan la tierra con yunta de bueyes, mientras fumigan las plantas o mientras levantan sobre sus hombros los sacos de más de cuarenta kilos, casi tanto como su propio peso. 


A pesar de ello, no dejan que el trajín les agobie el espíritu, así como les agobia el cuerpo. Trabajando en el barbecho, se cuentan sus pesares, bromean entre sí y hacen el ambiente ligero y jovial. 

 

La hora del almuerzo es casi tan esperada como la hora de salida. No sólo es el momento de saciar su hambre, sino también un efímero momento de descanso, de alivio, que quisiesen que fuese eterno, pero que termina apenas el plato de comida queda vacío. Minutos después deben volver a la realidad. 

 

Muchos de los hombres y mujeres que trabajan en el campo son inculcados en este menester desde la infancia. Algunos sueñan con estudiar, superarse, dejar los picos y escardillas para dedicarse a un trabajo más ligero o de mayor prestigio. Otros se sienten a gusto, dicen que las aulas de clase no son lo suyo y encontraron en el huerto su lugar. 

 

Sus anónimos rostros pasan desapercibidos en el transcurrir de la vida diaria, no muchos se detienen a pensar en quienes por amor al arte o por falta de otras oportunidades decidieron dedicar su existencia a la agricultura.

 

No muchos se detienen a valorar el esfuerzo de aquellos cuyas manos callosas y agrietadas, marcadas por los aperos de labranza y por el desgaste del tiempo, han arado la tierra, han esparcido la semilla y cosechado los frutos.  

 

De ellos que cargan con la responsabilidad de producir los alimentos que llegarán a cientos de hogares.


Katteryn Torres

Estudiante del 4to año de Comunicación Social en la Universidad de Los Andes. Locutora y Animadora.

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